Qué prisa e impaciencia tenemos los humanos por despertar a un día imaginado y nuevo, blanco y brillante, sin sombras de peligros ni de miedos pequeños, de grandes esperanzas. No se percibe fuera el rugir del interno visitante que sueña a cada paso, que espera que desgranen, veloces y sin pausas, las horas de un reloj de miles de minutos, queriendo derribar lo que aguarda en el centro de ese intervalo cósmico. Tenemos tanta prisa, en velada impaciencia, que olvidamos subir nuestras pestañas en un gesto valiente hacia lo que nos acompaña en esta hora que es lo único cierto, en el presente.