Con 23 años había ganado dos veces el Tour de Francia. Con 24, una grave lesión estuvo a punto de acabar con su carrera. Con 25 se había convertido en patrón de su propio equipo. Con 28 padeció la que quizá sea la derrota más dolorosa de la historia del deporte. Laurent Fignon nació deprisa (él mismo nos explica que fue un bebé prematuro), creció a todo correr y quemó etapas en su trayectoria deportiva a marchas forzadas. Por desgracia, en su desaparición intempestiva parece haber seguido el mismo guión. Este espíritu de “caballo loco”, como él mismo lo define, impregna de principio a fin sus memorias, escritas con la vehemencia, el arrojo y el desparpajo de quien no tiene pelos en la lengua y no teme herir algunas sensibilidades a cambio de llamar las cosas por su nombre. Fignon repasa sus vivencias a galope tendido, disparando con bala y dejando tras de sí una estela de aires de los 80, cuando una generación de ciclistas impertinentes encabezada por un rubio parisino y gafotas barrió a la vieja guardia de los Hinault, Van Impe, Zoetemelk y Moser. Una generación que a su vez sucumbió, sin apenas haber gozado de los laureles, ante el empuje de una nueva época, de la que Fignon nos deja un retrato más bien amargo.