Entre finales de los años cincuenta y principios de los sesenta Nueva York desplazó a París y Londres como capital cultural del mundo: cines, museos, librerías, salas de exposición, teatros... Todo convergía en la fabulosa isla de Manhattan. Y la poesía no iba ser menos. Presentamos una extensa antología de poemas refractarios a la solemnidad y la trascendencia, entregados a la innovación formal, la elegancia y el humor. Porque en palabras de Ashbery: «No quedaba nada por decir, pero teníamos que decirlo de alguna manera».