La crisis del Antiguo Régimen en España constituyó el detonante del proceso de emancipación de la Nueva España, iniciado en septiembre de 1810 bajo la forma de una violenta revolución de carácter étnico y social dirigida por Miguel Hidalgo. El peligro de una revolución social provocó el alineamiento de la elite criolla con las autoridades virreinales e hizo posible que éstas acabaran imponiéndose a la insurrección. Tras la derrota y muerte de Hidalgo en 1811, el movimiento insurgente se dispersó y perdió su carácter de verdadera alternativa frente al orden establecido, si bien las campañas de José María Morelos hicieron posible que el levantamiento se extendiera por extensas áreas del Virreinato entre 1812 y 1813. La dispersión del movimiento insurgente facilitó su derrota pero aseguró, sin embargo, su propia supervivencia, cada vez más reducida a las áreas más abruptas y despobladas de la Nueva España. Esta situación permitiría a los insurgentes no sólo desempeñar un papel relevante en los acontecimientos políticos que a partir de 1820 desembocaron en la independencia de México, sino también acabar detentando la legitimidad que proporcionaba haber iniciado y sostenido el movimiento emancipador, precisamente frente a los grupos que acabarían proclamando la independencia del país en septiembre de 1821.