Jamás ha habido cristianos que no hayan sido pecadores. Y aunque la connotación de este término es negativa, el reconocimiento de la propia culpa, el arrepentimiento y la búsqueda del perdón siempre han sido sanativos y han procurado la paz interior. Por otra parte, la experiencia de la indignidad es la que revela a cada persona su íntima condición menesterosa, contingente, necesitada. Más aún, gracias a la herida es como, de forma paradójica, entra la luz de la misericordia, la cual vuelve lúcido al caído y lo reconcilia consigo mismo, con quienes lo rodean y, finalmente, con Dios. La originalidad del Dios cristiano consiste en que ha enviado a su propio Hijo, que «puede compadecerse de nuestras debilidades por haberlas experimentado en su misma carne» (Heb 4, 15). A la luz de este ejemplo radical, el pecador puede llegar a entender que cuando oculta sus debilidades, se engaña a sí mismo, y que cuando reconoce sus errores y acoge el perdón del Señor a través de la comunidad de pecadores perdonados que es la Iglesia, logra liberarse del aislamiento que lo paraliza y lo destruye. Peter Bouteneff es profesor de Teología sistemática y de espiritualidad en el Seminario Ortodoxo de San Vladimir, de Nueva York.