¿Quién no ha soñado alguna vez con ver un mundo mágico lleno de hadas, duendes, elfos...? De niña, me fascinaba pensar que pudieran existir de verdad, por eso cuando lo descubrí fue lo más emocionante que había vivido nunca. Todo empezó una tarde de septiembre. Yo vivía en una casa en la montaña junto a mi familia. Cada día salía a pasear por el bosque, era mi momento, yo sola con mis pensamientos. Ese día, como cualquier otro, caminé montaña arriba. A lo lejos avisté un ciervo y salí corriendo con la esperanza de acercarme a él lo más que pudiera. Por supuesto, el ciervo corría más que yo. Una rama se interpuso en mi camino con tan mala suerte de hacerme caer y torcerme el tobillo. El dolor, en cuestión de segundos, se hizo insoportable. No sé cuántos minutos pasaron. Los minutos se convirtieron en horas y por allí no pasaba nadie que pudiera socorrerme. No podía moverme. Mi imaginación se disparó y empecé a divagar sobre qué me podía pasar si oscurecía y yo seguía allí tumbada...
