El progresismo ha sucumbido a la trampa de la diversidad. Desde los años sesenta, cuando el desarrollo económico permitió priorizar cuestiones que trascendían lo material (género, orientación sexual, nuevas formas de vida, pacifismo, espiritualidad) se ha venido configurando una cultura postmaterialista, territorio donde se libra una batalla en defensa de identidades particulares. La sociedad se ha convertido así en un agregado de subjetividades que piden ser reconocidas en su singularidad mientras la izquierda, que se pretendía emancipadora, ha dejado de lado temas fundamentales, particularmente los que tienen su punto de arranque en políticas económicas que generan polaridad de rentas y mayor empobrecimiento. La confusión, en definitiva, se ha adueñado de la izquierda, que debería priorizar lo material y su estructuración social las clases, estableciendo objetivos liberadores de todo tipo de subyugaciones económicas, sociales y culturales.