No resulta fácil, ni es siempre posible, entender lo que resulta de un cerebro roto. A menudo nadie ha advertido que tras los despistes, los gestos extraños, los cambios de carácter, la dificultad para encontrar la palabra que se busca, las visiones o el desánimo, en definitiva, tras esa persona a la que ya no reconocemos, hay un cerebro que un día comenzó a romperse. Y cuando lo hace, nada vuelve a ser igual. En quien lo padece se rompe lo que fuimos, lo que somos y lo que pudimos haber sido. En quien lo vive al otro lado, los anhelos, los deseos, lo cotidiano la vida, toda una vida al lado de alguien que deja de ser quien fue. Convivir con estos pacientes y aprender de ellos es la herramienta más eficaz a nuestro alcance para aproximarnos a una mínima capacidad de comprensión del cerebro, quizá «la mayor obra arquitectónica imaginable creada por la naturaleza».