Sobre el suelo yacía el cuerpo sin vida de un joven, vestido con una camiseta de color verde y un pantalón deportivo corto, calzando unas zapatillas de marca desconocida por los agentes. Junto a él, unos cuernos unidos entre sí por una madera, utilizados en el mundo taurino para la práctica del toreo de salón. A simple vista dedujeron que su edad aproximada sería de unos diecisiete o dieciocho años. Se encontraba tumbado sobre su costado izquierdo, encogido a consecuencia de su violenta muerte. Una espada, utilizada para matar toros, se introducía por su espalda a la altura del omóplato derecho provocando una herida inciso contusa de entrada y una de salida por la parte baja del esternón. Sus ojos abiertos habían buscado un auxilio que nunca llegó y sus manos aferradas al acero mortífero intentaron paliar el tremendo dolor que sufría. Sus chillidos ahogados por su propia sangre no recibieron respuesta. La tierra roja, donde yacía el cuerpo inerte, había absorbido ese río de vida que había escapado por las heridas producidas por ese frío metal. La misma tierra roja que siglos atrás se tragara la derramada por cristianos y musulmanes en la lucha por Granada.