El osito Cochambre daba vueltas y más vueltas, despojando al bosque de su aliento verde, tiñéndolo todo con la pátina de su sudor de polvo de estrellas. Mientras tanto, el coche de Patricia se salía de la carretera. El osito entraba en su cueva y se despojaba de sus pieles muertas. Se cambiaba de casa como de ombligo. Y entre la piedra y el cambio, Elisa irrumpía de nuevo en la vida de Mauro. Cochambre bailaba con su osita, pisando las flores de los vecinos, meneando su trasero de relleno de trapo al ritmo dulce de la muerte. Cristian, el hermano yonqui, regresaba al hogar. Pero un día, el osito Cochambre decidió salir rugiendo de su encierro de papel. Se acercó hasta Mauro y le sonrió con su boca de costuras ensangrentadas. «El pasado no es pasado hasta que uno lo devora», dijo. Y entonces, Mauro se afiló los dientes y se dispuso a morder.