Bardín es un tipo corriente al que nada le parece demasiado extraordinario. Por ejemplo, no le parece extraordinario que el término superrealismo (traducción exacta del francés surréalisme, que significa "por encima de la realidad") no hiciera fortuna en castellano y que con el tiempo acabara por extenderse la simple adaptación fonética de la palabra francesa. Tampoco le parece extraordinario que Max, en su adolescencia, viviera confundido pensando que surrealismo significaba exactamente lo contrario de lo que significa, al imaginar que el vocablo debía de proceder de sub-realismo (sin duda por asociación con el subconsciente que reivindicaban los surrealistas). No, nada de todo esto le parece extraordinario a Bardín, porque ¿acaso es distinto lo que está por encima de la realidad de lo que está por debajo? Es más, ¿no es todo ello igualmente real? Bardín opina que sí, de ahí su apodo. Y de ahí la naturalidad y la desenvoltura -no exentas de insolencia- con las que se entromete en complicadas disquisiciones teológicas con dioses, acepta sospechosos traspasos de poderes por parte de un perro andaluz, soporta chistes malos en mitad de penosas pesadillas eróticas, o escribe manifiestos de barra de bar ahogado en efluvios de coñac barato.