Uno de los riesgos de nuestro tiempo es que la interdependencia entre las personas y los pueblos no se corresponda con una interacción ética que dé como resultado un desarrollo realmente humano. La globalización nos ha puesto ante los ojos una triste realidad: no ha mejorado la suerte de los más pobres. El autor analiza, con la contundencia que dan las cifras y las estadísticas, la sociedad que estamos creando en la que la codicia de unos pocos deja a las mayorías al margen de la historia. Los frecuentes casos de corrupción nos impulsan a volver a la ética como principio y fin de un desarrollo más humano y humanizador. Los valores evangélicos están en la base de este pensamiento que quiere un mundo en el que los bienes sean compartidos fraternalmente.