Era muy tarde cuando llegó el autobús de los jugadores. Vi claramente cómo me rodeaba una nube de humo. Se había formado en la estación de Getafe Central y bajaba recorriendo la calle Ramón y Cajal. Terminaría envolviendo toda la plaza General Palacio, incluida la propia Cibelina. Aquella nube era una mezcla de olor a Brummel y Farias avainillado. Dejábamos atrás el sonido de las planchas grasientas y el aroma a bocadillo de panceta. Estábamos en Primera y el presidente nos prometía jugar en Europa. «Eso tiene que oler de la hostia», pensé.