El nombre de Calomarde pertenece a lo más oscuro, abyecto y olvidable de la historia. Alguien que podría haber sido un Shylock ibérico o una Lady Macbeth: el que susurra a los oídos de los príncipes, el que conspira de madrugada para estrangular a sus enemigos, el que apuñala a su amo mientras le ofrece, obsequioso, la patita. Un brazo ejecutor, el que mandaba en lo que los periodistas de hoy llamarían las cloacas del Estado. Fue, de hecho, el primer capo de esas cloacas del Estado, que él mismo inauguró.