Ibiza, una isla cosmopolita que ha vivido de su belleza paisajística, ¿tiene los días contados? Es la pregunta que no pocos se hicieron en el año 2003, cuando la derecha recobró el poder del Consell Insular d´Eivissa i Formentera y el Govern de les Illes Balears, en manos de la izquierda durante cuatro años. Un proyecto faraónico amenazó entonces con romper la isla en dos mitades: la que se movía en torno al caciquismo, y la que se rebelaba en contra del mismo;la que se agazapaba tras el cemento y hormigón, y la que sacaba el pecho y defendía la naturaleza por encima de las ideologías de la derecha. Desde ese momento, se desató en la isla una lucha encarnizada, basada en la resistencia de unos y la supervivencia de otros. El mar dejaba de ser frontera natural y el ibicenco se transformaba en un personaje universal, siendo menos isleño que nunca. Y su lucha contra la agresión de los nuevos tiempos batió récords. Expoliada por empresarios y políticos depredadores, la isla sufrió una degradación brutal. Orgullosos del verde de su isla, los isleños se enfrentaron por primera vez en el 2006 al negro asfalto y al cemento que, tras su aparente modernidad, agobiaba, oprimía y mataba poco a poco. Y, por medio de una resistencia activa o pasiva, muchos se levantaron, indignados, en contra de una agresión legalizada, y gritaron hasta quedar roncos: «¡No queremos autopistas, no queremos más destrucción del territorio!» De esta manera, la entrañable Illa Blanca, herida por aquella llaga negra que la dividía en dos, se defendió a muerte. Hoy, trece años después, recordamos esa larga y lacerante agonía.