A los noventa años, torpes de pies y cabeza, no tenemos más opción que la de seguir adelante a tientas hasta que la máquina se pare definitivamente, que no tardará mucho. Lo único que se nos pide es estorbar lo menos posible. Y lo único que pedimos nosotros es tener un rincón tranquilo donde poder descansar meciéndonos en nuestros recuerdos cada día más intensos aunque más turbios. Médicos y cuidadores se encargarán de lo demás. Nunca faltará alguien que se encargue de hacer cenizas nuestro cuerpo y papeles y de dispersarlos en el viento. El mundo seguirá rodando sin apercibirse de que nos hemos ido. Pero hasta entonces nadie podrá quitarme la libertad de hablar aunque nadie me escuche, de escribir aunque nadie me lea, de pensar por mi cuenta aunque a nadie le importe lo que llevo en la cabeza. No son caprichos costosos, pues puede asumirlos la Seguridad Social sin arruinarse.