Fiel con la voluntad del autor de acometer el engranaje del absurdo cotidiano en sus textos, Las estrellas no tienen novio se ofrece como una acumulación de despropósitos orquestados alrededor del pequeño detalle de una persona, Helio, que no puede desengancharse del cinturón de seguridad al acabar un viaje. A partir de ahí se suceden episodios de empatía y rechazo, amor y desamor, comprensión y duda, alegrías y penas, los intereses creados,etcétera. En definitiva, como la vida misma.El protagonista, cual Ulises impotente, vive anclado a su butaca del autobús en una sucesión de viajes, que parecen no tener fin, y desde ahí se convierte en un observador imparcial de su propia existencia y de las que pasan ante él, contado todo ello con un humor que busca refugio en la ironía y la inteligencia.En los sesenta asistimos a «El asfalto», de Ibáñez Serrador, y en los setenta llegó La cabina, de Mercero. Algo de ambas hay en Las estrellas no tienen novio, que quizá se vincule más con El barón rampante, de Italo Calvino, en lo que tiene de consolidación de lo inesperado. «Me sentiría muy halagado si alguien encontrara alguna similitud entre esta obra y las Opiniones de un payaso, de Heinrich Böll», confiesa el autor.Se trata de una novela atemporal con ribetes esperpénticos, dado que los personajes, bautizados con nombres sacados del Sistema Periódico, se observan siempre con humor, pero bajo un prisma bastante desmitificante acerca del ser humano y sus posibilidades. 10