Cuando nacemos no sabemos cuál debe ser nuestra respuesta emocional a lo que nos ocurre: es algo que aprendemos de nuestros padres y de nuestro entorno. Esas emociones heredadas fueron, durante mucho tiempo, las propias de una especie amenazada que luchaba por la supervivencia, por lo que la obediencia a la autoridad (paterna, religiosa, institucional) estaba por encima de todo, también de uno mismo. Por suerte, en las sociedades del bienestar de las últimas décadas esa necesidad de preservación ha desaparecido y, al fin, nos es posible expresar la vulnerabilidad, y conectar con las propias emociones y con las de los demás. Desarrollar la empatía, que nos hace más frágiles, pero que nos permitirá ser mejores.