La conciencia poética es una rara alquimia capaz de convocar y transfigurar la multiforme experiencia humana a través de las palabras. Decir es transmutar;pronunciar es a menudo crear. Como la legendaria piedra filosofal, el verbo que concitan los alquimistas convocados en este poemario nos invita a elaborar la materia ardua y oscura de nuestros trabajados días para devolvernos, si es posible, un puñado de oro.La primera parte, «La alegría de no tener», es una prudente celebración de una creación continuada y un iluminador recuento de lo que nos ha convertido en lo que somos. En estos versos, la poesía aspira igualmente a ser indagación de la verdad, siquiera sea «en el jardín umbrío en los ombligos de las muchachas». El poeta aspira a rescatar los ecos de la sabiduría antigua, esos pecios arrojados a la playa donde refulgen los apotegmas de Heráclito, Tales, Anaximandro o Jenófanes. La segunda parte, «Contra la ley de los grandes números», es ante todo una feroz perorata contra las múltiples ignominias de nuestro tiempo, contra la Máquina que lo avasalla todo mientras crece el desierto, contra el vendaval «que arrasó los lugares que sabíamos habitar». En la última sección, «Carne y palabras», descubrimos a un atento observador de los rituales cotidianos, de sus grandezas y sus imposturas, de ese lento bascular desde el amor, el ansia y la fiebre a la rutina y al barro de los días repetidos. Frente al esfuerzo de tantas generaciones por encauzar, organizar y administrar, el arte asoma como una enigmática llamada a lo inesperado.