Tras la Primera Guerra Mundial, el Tratado de Versalles dio pie a que conectaran dos potencias hasta cierto punto perdedoras: la Alemania de Weimar y la URSS. La primera por razones evidentes, y la segunda porque la guerra civil y la implantación del nuevo régimen requería niveles de modernización e industrialización inalcanzables entonces para los rusos. A través de contactos siempre clandestinos y saltándose las reglas de la Comisión Aliada para el desarme de Alemania, alemanes y soviéticos establecieron bases de entrenamiento en territorio ruso, muy alejadas del control aliado. Cuando llegó Hitler al poder en 1933, el ejército alemán, lejos de limitarse a la función policial requerida por Versalles, es ya una fuerza en expansión. Con él los contactos se truncan, pero el apoyo soviético se mantendrá presente hasta poco antes de la invasión germana. El autor relata la capacidad de combate de las unidades alemanas a escasos años de la implantación del III Reich y la negativa de Stalin a creer que el ataque alemán fuera real.