A finales de los años sesenta del siglo I, una comunidad cristiana de Roma quedó conmovida por una extensa homilía que la animaba a perseverar en la fe y no abandonarse a la desesperanza. Aquella singular exhortación escrita en griego se inspiraba en el Templo de Jerusalén para proponer una teología sorprendente: Jesucristo ‒afirmaba con un elegante estilo retórico‒ es el sumo sacerdote del definitivo Templo celestial y el mediador de la nueva y definitiva Alianza. La reflexión sobre la fe, el ejemplo de los héroes del pasado, y sobre todo de Cristo, se convierten en clave de interpretación de los acontecimientos presentes, sin olvidar la perspectiva escatológica que determina la historia. El efecto causado por aquella homilía fue tan asombroso que, además de ponerse por escrito, se difundió posteriormente por otras comunidades como Carta a los hebreos.