Pájaros al oído. Papeles pautados en el aire, y el día desplegando sus velas. Aspiras los murmullos cuando sales a pasear por las calles, todo ese centelleo que sube hasta la bóveda azul del cielo;luego se arremolina, cabriolea, baja. Gira el mundo en su ruleta. Bebiendo estás del tesoro de la luz, aunque sean a veces horas que arrastren los pies, hechas de nada. Pero percibes heridas, y brotes de rubor, de ausencia;parpadeos tras las ventanas y otras pavesas;callejones en sombra y cristales rotos;flores de trapo. Llegan acordes consonantes escribes que te recuerdan al mar, cómo a veces las olas se revuelcan y braman. Grabas tus propios mandamientos cuando abandonas para siempre Amanuel y caminas recordando los consejos de la madre, «hay que abrir los ojos cada mañana». Y el tiempo pasa como una bandada de luces. Llega hasta el mediodía y la tarde, cuando el pecho nos oprime y brilla el crepúsculo sobre el piano. Voces sin sentido. El viento suena suave y escribes con tu lápiz mordido. Entreabres los labios, canturreas subiendo una octava. Molto moderato e cantabile. Sin la música la vida sería un error, dijo Nietzsche en SilsMaria. Al menos consuela de las ráfagas de tanto amor, legiones de serafines, la abundancia de la tierra y no poder apresarlas. En la esquina de tu cuarto, la lámpara y su luz azafranada. Silencio. Carbones encendidos, grana en la noche transfigurada. A. F.