«Conocí a Ósip Mandelstam en La Torre de Viacheslav Ivánov en la primavera de 1911. Entonces era un muchacho flacucho con un lirio de los valles en el ojal, con la cabeza bien alta, de ojos llameantes con pestañas larguísimas. Lo vi por segunda vez en casa de Tolstói en Staro-Nevski, él no me reconoció y Alexéi Nikoláievich se puso a indagar sobre la mujer de Gumiliov, y él le mostró con las manos cómo era de grande el sombrero que yo había llevado en esa ocasión. Me asusté por si sucedía algo irreparable y me anuncié. Ese fue mi primer Mandelstam, el autor del tierno Piedra (ed. Akmé) con esta dedicatoria: «A Ania Ajmátova, chispazos de conocimiento en la desmemoria de los días. Respetuosamente, el Autor».