Si la ética es la atención a nuestra relación con los demás, y si, según Aristóteles, el fin de la política es el mejor bien, y la política pone el mayor cuidado en hacer a los ciudadanos buenos y capaces de acciones nobles, no hay política que no sea también una ética. En el mundo occidental llevamos no menos de 25 siglos debatiendo sobre las posibilidades e imposibilidades de conciliar la vida pública y los principios morales. Las filosofías de Maquiavelo, Marx y Weber representan tres maneras canónicas de desvincular ética y política. Pero la lectura que hace Kepa Bilbao de estos tres autores nos descubre su complejidad y nos invita a mantener la tensión constante entre la ética y la política, entre los principios y la práctica, sin abandonarnos nunca ni a la impecabilidad de los fines ni a la implacabilidad de los medios. En tiempos de desafección de la política, de incertidumbre y riesgo no podemos escudarnos en la comodidad del maquiavelismo práctico, en la yuxtaposición de convicción y responsabilidad o en el determinismo historicista. La cuestión es pensar éticamente la política y políticamente la ética, tal vez del modo en que lo hizo ese gran moralista comprometido con todas las tragedias de su época que fue Albert Camus: Se trata de estar al servicio de la dignidad del hombre con métodos que sigan siendo dignos en medio de una historia que no lo es. Calcúlese la dificultad y la paradoja de semejante empresa.