Actualmente nos pasamos la vida acelerando los tiempos. Pasan los segundos en un torbellino violento e inmisericorde. Para poder agarrarlos, los convertimos en minutos, horas, días, años, y para poder vivirlos los recorremos con celeridad, viviendo intensamente, viajando en coches, ferrocarriles, aviones, de tal forma que, en pocas horas, podemos vivir el mundo. Pero es una falacia, un espejismo. El mundo lo vemos, pero el tiempo lo vivimos plenamente cuando nos sentamos en un banco al lado del río y observamos cómo pasa el agua. Nuestra mente quieta, el rápido de la corriente, la sensación íntima de paz, nos permite vivir esos segundos, esos minutos, en plenitud, sacarles el jugo, que no exprimirlos, sino lo contrario, enajenarnos con parsimonia. Bien es verdad que es difícil vivir así la vida en el contexto actual, pero tal vez es la única forma de vivirla sin perder el norte, porque el ritmo habitual siempre es atormentado, como la del escarabajo que en este momento pasa rápido frente a mí, dando tumbos, arrastrado por la corriente.