Hay libros para leer en voz baja y en soledad. Otros necesitan auditorio. Imagínate que eres un juglar. Que llegas a la plaza del pueblo, reúnes un corro de gente alrededor tuyo y empiezas a cantar, a contar y a interpretar los diversos personajes. O que estás en un aula del colegio, gozosamente interrumpida la monotonía de las clases. O en casa, apagado el televisor, una luz tenue iluminando el salón, un flexo sobre el libro. Y de pronto ocurre el milagro: niñas y niños, padres y abuelos atentos a unas palabras que vienen del fondo de los siglos, aunque se escribieran ahora mismo y entremezclen las fantasías de ayer con las ironías de la actualidad.