Clarice se adueña de nosotros. No nos pide permiso y nos arrastra. Nos agarra del alma con ese anzuelo con el que ella misma decía atrapar a la «no palabra» y no nos deja escapar. Nos interpela. Nos acuna y nos calma. Nos enmaraña y nos desenreda a su antojo. Nos obliga a cuestionar los modos y los contornos. A replantearnos las formas. A preguntarnos, por ejemplo: «Si recibo un regalo dado con cariño por una persona que no me gusta, ¿cómo se llama lo que siento?». Bella, introvertida e irreverente, Clarice no perseguía el prestigio o el reconocimiento. «Yo no soy una intelectual. Yo escribo con el cuerpo», contestaba cada vez que alguien intentaba intimidarla. Y esa fue la mejor manera que encontró para defenderse de las inseguridades propias y ajenas. Para poder seguir su camino y escribir en paz y sin condicionamientos. Para sentirse libre dentro del mundo que ella misma se había fabricado, y de donde salieron sus mejores cuentos, relatos, poemas, crónicas y novelas.