Los días se marchan, huyen. El tiempo inexorable no nos permite siquiera asimilar la pérdida. Una pérdida implícita en las mismas huellas que dejamos al vivir la vida y ante la que solo nos queda el estupor y la incomprensión. Pero también un persistente deseo de reconstrucción de las ruinas (aunque sea con dedos de arena), un impulso que nos permita emerger victoriosos en la búsqueda del ser, de la luz, del entendimiento del mundo y, en definitiva, de nuestro encaje en él.