La memoria no es un simple proceso mental. Más que una mera facultad psíquica que nos permite retener y recordar el pasado, la memoria es un poso, un sustrato, de carácter fundamentalmente sensorial, que tutela de manera velada, sin que lo notemos y con mayor o menor acierto, esa incesante reconfiguración espaciotemporal a la que continuamente nos vemos abocados. En ese sustrato yacen para siempre sepultados los tiempos y los lugares primigenios, que no son otros que los tiempos y los lugares de la infancia, unos tiempos y unos lugares que, a modo de tótem, se erigen en emblema de nuestra frágil identidad.