María quiere que observe las ruinas. Me las muestra con orgullo: recuerdos de un pasado que no existe. Me pasea entre los restos de conceptos gastados, como ayer y mañana, tú y yo. Sus poemas están hechos de materia imaginada, no sé si mienten para decir la verdad, o dicen una verdad tan desnuda que no puede ser nombrada. En sus poemas viscerales encuentro una lucha. María no es inocente, sólo víctima del crimen perfecto: un corazón roto. Pero ella tiene los huesos. Me ruega que los mire bien. Me pregunta si yo también los he visto. Me mira con unos ojos que se parecen demasiado a los míos. Me pregunto con ella si acaso se puede desconocer esta herida. En las manos de María, algo más jóvenes que las mías, encuentro un aprendizaje que llega un poco tarde: frente a lo inevitable de los sentidos, una escritora lo sucientemente incauta puede crear realidades indiscutibles. María se sacude la tierra de las botas y me pide que recuerde los poemas, que son todo lo que tiene. Quiere que recuerde, que nunca me olvide del futuro que no fue. ANA CEREZUELA