Hay algo maravilloso en la Argentina que hace que la trayectoria de un artista sea una especie de deglución impropia de influencias, un trasplante algo insólito de ideas foráneas que se trafican de las maneras más inesperadas y se cruzan como un Frankenstein con el acervo cultural local. Una estrategia abiertamente desacralizante que implica aceptar que siempre se compone a partir de algo que ya existe, una bastardización de la idea de "original". Ni chamán ni gurú: Daniel Melero se asume como anfitrión. Alguien que acoge las ideas ajenas y busca expandirlas. Un niño del barrio de Flores que tiene las antenas afiladas para detectar en la radio y la tele canciones que le cambian la vida y que descubre en el parque Rivadavia discos de Yellow Magic Orchestra y Tangerine Dream. Un joven inquieto que asiste a shows under de rock nacional (de Los Gatos a Los Violadores) y también a recitales de música experimental. Que busca insaciable información en revistas como Expreso Imaginario y disquerías como El Agujerito, o intenta emular de manera casera los experimentos sonoros con cinta de Eno y Cage grabando hormiga