Una escritura tensa, se diría, al tanto de la vivencia y la oralidad que la conduce, capaz de albergar la mole -también tensa- de pensamiento y acción, creando (re-creando) una bolsa de sustrato lingüístico, cognitivo e intuitivo que irá creciendo y fertilizándose a lo largo del tiempo. Un mantillo para sí misma y para el ser con quien se comparte, ese que lee y que crea, a su vez, otro foso de abono. Un continuo generar que se trasvasa en el flujo creación-muerte y que constituye la esfera grandiosa de la vida y de aquello que la nombra: alumbrar-consumirse. «El artista es la tierra, parturienta, que alumbra todo», diría Tsvietáieva. La poesía de Tere Irastortza funciona como una turbina que aprovecha la fuerza motriz del dolor, del hambre, de la muerte o del amor para ofrecer un cuerpo poético al tanto del tumulto que es el mundo.