La verdad parece que se ha convertido en una más de las mercancías que tenemos a nuestro alcance: actuamos como si estuviéramos convencidos de que podemos adquirir la verdad que más nos convenga, la más cómoda, la que menos desestabilice nuestros prejuicios. Es lo que se conoce como posverdad, un concepto que ha conectado de manera admirable con el consumismo que caracteriza la cultura actual. La validez de un discurso no tiene ya nada que ver con antiguas adecuaciones entre lo que se dice y la realidad de los hechos. Tiene que ver con el poder. La verdad del discurso solo depende de que tengamos suficiente poder para comprarla y, después, para hacerla valer, para imponerla. La voluntad liberadora que conllevaba el good bye a la verdad, en realidad, ha sido bien paradójica: ha contribuido a liberar aquellos que ya eran libres (y a someter todavía un poco más aquellos a quienes, en teoría, debía liberar).