En la fría madrugada del 15 de febrero de 1976 un joven se situó frente al escaparate de la librería El Parnasillo (Pamplona). Observó las obras que había expuestas, pero no tenía intención ni de comprarlas ni mucho menos de leerlas. Rompió el cristal, manchó los libros de pintura, los roció con líquido inflamable y luego les prendió fuego, igual que los nazis habían hecho en la Opernplatz de Berlín cuarenta y tres años antes. El que acababa de sufrir El Parnasillo no fue una rareza, sino uno de los cientos de atentados de los que han sido objeto librerías, ferias del libro, quioscos, editoriales y distribuidoras en España entre 1962 y 2018. Aquella bibliofobia violenta llevaba la firma de la ultraderecha, que se había reactivado durante la crisis terminal de la dictadura franquista, y en menor medida de ETA y su entorno juvenil. Por estas páginas desfilan radicales de toda índole que se dedicaron a odiar, amenazar, pintar, asaltar, destruir, disparar y quemar libros y librerías, así como salas de cine y otras manifestaciones culturales. Sin embargo, el presente trabajo no está dedicado a ellos, sino a los letraheridos, es decir, a quienes amaban y aman la literatura: escritores, lectores, editores, distribuidores, reseñadores, traductores, periodistas y, muy especialmente, libreros.