Nunca han estado completamente despejadas las zonas de frontera entre el trabajo asalariado, objeto típico de la legislación laboral, y la prestación de trabajo personal por encargo de otro en régimen civil o mercantil. La distinción debe partir, naturalmente, de las notas de ajenidad, subordinación y retribución que, con mayor o menor fortuna, fueron acuñadas desde hace tiempo por el legislador. Pero, como la jurisprudencia ha declarado reiteradamente, son variables de alto nivel de abstracción, con los consiguientes obstáculos para determinar con precisión su significado y, más aún, para proyectarlas sin fisuras sobre la vida real. De ahí que los tribunales hayan tratado tradicionalmente de identificar aquellos datos de la experiencia que pudieran ser reflejo o contrapunto de los elementos caracterizadores del contrato de trabajo. Son los llamados indicios de laboralidad, como señales o circunstancias que permiten llegar razonablemente a la convicción de que una determinada actividad debe entenderse o no comprendida en el ámbito de aplicación del Derecho del Trabajo. Ante la dificultad de constatar "a pie de obra" la fórmula representativa del trabajo asalariado, se ha intentado trazar una relación de contigüidad entre las evidencias acumuladas en el caso concreto y el objeto idealmente representado en el pasaje legal de referencia. No existe, de cualquier modo, una lista cerrada de indicios. Tampoco sería sensato pretenderlo. Entre otras razones, porque están muy ligados a las formas de organización de la empresa y a las condiciones de ejecución del trabajo en cada momento y en cada contexto. La irrupción de la tecnología digital en el sistema productivo ha dado buena prueba de ello. No sólo ha supuesto cambios en la manera de ordenar, dirigir y prestar el trabajo. También ha puesto en circulación nuevos ingredientes e indicadores con vistas a su calificación jurídica a la definición de sus contornos en un mundo de constante transformación.