Solía reprocharse a la ópera el absurdo y la inconsistencia de sus libretos, un tópico cada vez menos repetido, pues lo esencial del género operístico es el análisis, la expresión, la plasmación de la experiencia humana. Las óperas hablan de la patria, el poder, la guerra. Hablan del caleidoscopio de emociones y sentimientos que el alma esconde y el corazón alberga, los lugares elegidos por el Bien y el Mal para celebrar su eterno forcejeo. Las tribulaciones del bufón Rigoletto, las combinaciones eróticas de las hermanas Fiordiligi y Dorabella, la tragedia de la geisha Butterfly, así como las proezas del famoso Don Juan no se clausuran y desaparecen al caer el telón. Sus dramas, trágicos o jocosos, permanecen vivos, susceptibles de ser prolongados por la literatura. En cada una de estas historias, la ópera aparece como la visita que no es preciso conocer de antemano, en la confianza de que será debidamente presentada. Los enigmas de la paternidad, lo difícil que resulta averiguar lo que se siente, la virtud como atributo o antigualla, la moral cambiante según la época un paisaje rico y variado que estos relatos recorren con libertad, tan lejos del homenaje como del pastiche. Los personajes de hoy han heredado la secreta intimidad que animaba a las figuras de antaño, pero el desarrollo de sus peripecias tiende a desviarse del viejo modelo. Las lecciones de la catarsis ya no se encuentran en el melodrama. que hemos dejado de merecer, sino en los placeres de la invención literaria, facundia y lucidez que el espectador de una ópera puede compartir con el lector de un relato.