El lenguaje puede dislocarse igual que un hueso. Por raro que resulte, puede perder su lugar o posición habitual, como sucede en muchos de los cuentos de José Antonio García Priego, y entonces los colores adquieren un tamaño determinado o unos oídos se quedan súbitamente tuertos. Esta bendita lesión es unas de las características que advertirá, al principio sorprendido, luego seguramente maravillado, el lector que se acerque a sus textos y se interne en los bosques que recorren sus personajes, como si arrastraran a cada paso un idioma herido de asombro. Y es que la realidad se percibe de otra forma cuando a uno se le disloca el verbo, cuando lo que ve necesita ser contado de otra forma que nos deje comprender que el mundo es puro accidente, una colisión frontal de imposibles. El universo de Lenguaje dislocado está lleno de afortunados reveses, de personajes frágiles que conversan con el suelo que pisan, que asumen la continuidad de algunas búsquedas. Su autor cuenta y al hacerlo nos traspasan sus revelaciones, esos destellos impensables que esparce aquí y allá con una envidiable intuición. Hay en este escritor supuestamente debutante un gran talento para vertebrar a golpe de sinestesia el diccionario personal, la gramática intransferible que necesita para narrar y narrarse. Patricia Esteban Erlés