El repaso de las gestas de 1873 y de sus antecedentes demuestra que la republicana es una cultura secular. Que no se agota en unos pocos episodios aislados, sino que ha permanecido en el tiempo, transformándose, pero con una notable penetración espacial. Históricamente, es posible registrar una geografía de republicanas y republicanos, incluso en momentos en que no hay República, que no se limita ni a Madrid ni a Barcelona. Y que resulta clave, todavía hoy, para explicar la política popular en La Coruña o Cádiz, en Málaga o Valencia, en Gijón o en Teruel. Desde esa perspectiva, el republicanismo aparece como un fenómeno con proyección peninsular, que desde sus inicios busca articularse a través de fórmulas federales y confederales, con programas de elevación de las clases populares y mesocráticas, críticas con el centralismo oligárquico al que la monarquía sirvió de pegamento. Este republicanismo social, (con)federal, de libre adhesión, sigue siendo una fuente viva de regeneración política, económica, territorial. De hecho, si la amnesia democrática no hubiera calado tanto, los 11 de febrero deberían ser,